LA OPINIÓN DE FÉLIX ALONSO


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ESOS DOS IMPOSTORES


03-11-24 - Félix Alonso

En el deporte de élite hace tiempo que ganar se convirtió en una obligación, y, como si de un axioma se tratase, perder en un fracaso.

Hace años, muchos ya, cuando yo comenzaba a entrenar, tenía esa misma percepción. Seguramente por la ausencia del entendimiento que proporciona la experiencia. Emitía juicios de valor a la ligera, sin conocimiento de causa pero con la seguridad de sentirme legitimado para ello. No tenía los datos pero creía poseer el conocimiento.

Más tarde, cuando el tiempo pasa, las experiencias se acumulan, las decepciones son más dolorosas y mayores que los éxitos; todas ellas vividas en primera persona; miro atrás y pienso en lo atrevida que fue mi ignorancia. Aún, al día de hoy, hay veces que vuelvo a ser aquel inconsciente. Aunque el tránsito por aquel camino resulta más leve y breve.

Hace unos meses leí un estudio en el que se hablaba sobre el control o la incidencia directa que tenía un entrenador en diferentes especialidades deportivas. En el caso del baloncesto suponía un 30%, el mayor de todas las disciplinas analizadas: fútbol, balonmano, voleibol, etc. Esto explica la cantidad de factores ajenos que influyen en el resultado final, tanto para bien como para mal. Y a propósito de este estudio me vinieron un par de anécdotas a la memoria.

Transcurría la temporada 2001-02, yo ejercía de entrenador ayudante en Los Barrios, un equipo gaditano que por aquel entonces era un clásico de la LEB Oro. Las expectativas iniciales eran altas y la plantilla parecía diseñada para cumplir con ellas. Nada más lejos de la realidad. Nuestra primera vuelta fue nefasta, terminamos colistas con un pésimo balance de 4 victorias y 11 derrotas y el futuro no resultaba nada halagüeño.

La segunda vuelta comenzó de manera inmejorable, ganamos nuestros dos primeros partidos y nos presentamos en Menorca con el propósito de seguir con nuestra particular escalada. Aquel espejismo duró poco tiempo, dos de nuestros jugadores se pelearon a puñetazo limpio en el túnel durante el descanso. Escena que se repitió al final del partido ya en los vestuarios.

El panorama no podía pintar más negro, estábamos situados en el furgón de cola junto a otros tres equipos y con el equipo dividido y roto por la mitad. Como no podía ser de otro modo, el club decidió expulsar a ambos jugadores a pesar de que uno de ellos estaba considerado el mejor del equipo. El siguiente fin de semana, sin incorporar a nadie a nuestra plantilla, jugamos contra el líder, quien llegaba a Los Barrios con una única derrota. Conseguimos la victoria y, después de aquel desafortunado suceso en Menorca, logramos una racha de ocho victorias y cuatro derrotas; quedándonos a las puertas de los play off.

De nuevo en Baleares, aunque esta vez en Mallorca y la temporada siguiente, sucedió un desafortunado acontecimiento que tuvo unas consecuencias devastadoras. También con Los Barrios, pero en esta ocasión como primer entrenador y liderando la clasificación con una racha completamente opuesta a la del año anterior: ocho victorias y una derrota. La cual aumentó positivamente después de nuestro triunfo en Inca.

Tras la cena, los jugadores salieron a dar una vuelta por Palma y, cuando ya únicamente quedaban dos ellos, porque el resto había regresado al hotel, un grupo de cabezas rapadas dio una brutal paliza a uno de nuestros americanos.

A partir de aquel momento se montó un revuelo que no supimos gestionar ni institucional ni deportivamente, lo cual terminó desembocando en una dinámica que nos situó en la última jornada de liga con opciones de descender, clasificarnos para el play off o quedarnos en tierra de nadie; que fue lo que finalmente ocurrió.

Aquellos acontecimientos tan próximos en el tiempo, y sucedidos en los albores de mi carrera profesional, me dieron una perspectiva completamente diferente sobre el control que tenemos los entrenadores en los equipos. Es cierto que ambos ejemplos son extremos, pero podría enumerar un sinfín de circunstancias menores e incontrolables que marcan el destino de un equipo. Con ello no quiero decir que lo que sucede, tanto para lo bueno como para lo malo, sea fruto del azahar, mi única intención es poner en relevancia aquella frase acuñada por Rudyard Kipling en su famoso poema If: «Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia»


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KALININGRADO


28-09-24 - Félix Alonso

Mi regreso esta temporada a Polonia, donde volveré a afrontar dos competiciones, ha evocado el recuerdo de una extraordinaria experiencia vivida durante mi año en Zielona Góra.

Corría la temporada 20-21, parece que fue hace un siglo cuando el COVID destrozó nuestras rutinas y acabó con la vida de miles de personas, jugábamos en la liga polaca y en la VTB. Competición que por aquel entonces estaba formada por nueve equipos rusos (CSKA, Zenit de San Petersburgo, Khimki o Lokomotiv entre otros), además del Astana azerbaiyano, el Minsk bielorruso y nosotros.

Nuestro primer desplazamiento, que nos llevó a San Petersburgo, terminó por marcar la hoja de ruta cada vez que tuvimos que adentrarnos en territorio soviético. En aquel momento de pandemia, Rusia únicamente estaba comunicada con vuelos directos desde Londres, Estambul o Antalya, y a esta población del sur de Turquía llegamos tras volar desde Berlín.

La frecuencia de vuelos había disminuido considerablemente y los requisitos para embarcar solo permitían hacerlo a ciudadanos rusos o aquellas personas con permiso de residencia en el país. Siete horas de escala y un sinfín de llamadas que nos autorizaran subirnos a aquel avión, además del regreso por Estambul, en el que el personal de Turkish Airlines quiso dejarnos a varios de nosotros en tierra, llevó al club a tomar una decisión que nos hizo vivir una experiencia absolutamente extraordinaria.

Los próximos viajes a territorio ruso recorreríamos en autobús los 452 kilómetros que separan Zielona Góra de la frontera con Kaliningrado y cruzaríamos a pie la frontera.

Fueron cinco las ocasiones; la primera de ellas a principios de octubre. La climatología aún era benigna a pesar de estar a orillas del Báltico y la experiencia bien merecía cualquier tipo de inclemencia, al menos durante aquella primera ocasión.

Kaliningrado es un pequeño trozo de tierra entre Polonia y Lituania que, en diferentes épocas perteneció a distintos países hasta que los rusos se hicieron con ella debido a su situación estratégica.

Seguramente Rusia no sea la misma que en los tiempos del telón de acero pero, a pesar de ello, no es un país para tomárselo a broma.

Llegamos después de casi ocho horas de autobús tras cruzar gran parte de Polonia desde el oeste del país hasta la citada frontera. Descendimos casi con el mismo entusiasmo de unos colegiales que se disponen a empezar su viaje de fin de curso, aunque pronto descubrimos que aquello iba estar lejos de ser un parque de atracciones.

No resultó complicado superar el único control aduanero que establecía la policía polaca, fue un chequeo rutinario de pasaportes. Aquella expedición, formada por una veintena de personas, en la que la media de altura se situaba en torno a los dos metros, agarró los mangos de sus maletas para caminar los 800 metros que separaban Polonia de Rusia. Alguno tuvo la inocente ocurrencia de sacar unas fotos o grabar algún vídeo, aunque la persuasiva policía polaca rápidamente disuadió a aquellos que lo intentaron.

Me sitúe al final del grupo para tomar perspectiva de una estampa que no tenía desperdicio. Tipos enormes arrastrando las ruedas de unas maletas en un lugar que parecía el último confín. Por un momento me pareció inaudito que aquella expedición tuviera como objetivo jugar un par de partidos en tierras rusas, en lugar de la huida de quienes buscan refugio en una tierra desconocida.

Nos esperaban dos militares rusas que nos tomaron la temperatura, chequearon visualmente nuestros pasaportes y comprobaron nuestras PCR negativas. Dos de los nuestros hablaban ruso, lo que hacía que entender lo que pasaba resultara un poco más sencillo para unos cuantos polacos, un letón, un croata, un danés, tres americanos y un español.

No tardamos mucho en comprender que aquello no iba ser un chiste por mucho que tanta nacionalidad hiciera pensar lo contrario. Esperamos de pie, a la intemperie, sin que nadie nos diera explicaciones. Mientras, por aquella frontera únicamente cruzaban camiones, coches y furgonetas; lo que dejaba de manifiesto que el tránsito de personas era algo inusual. Las rusas iban y venían, entraban en una garita, se iban a una oficina situada a unos 15 metros, revisaban los pasaportes de los conductores y levantaban y bajaban las barreras.

Seguramente pasamos aquel primer control cuando el Vladimir de turno lo tuvo a bien, lo mismo nos ocurrió un kilómetro más allá cuando nos sellaron las visas, trámite que se prolongó durante casi dos horas. La clemencia meteorológica hacía tiempo que había dejado de ser tal, aunque nuestro humor estudiantil nunca decayó. Y todo eso a pesar de tener que superar un tercer control tras caminar parecida distancia a los tramos anteriores.

En aquella ocasión hicimos el viaje de regreso, por la misma frontera, con dos derrotas y varios afectados por coronavirus, aunque, afortunadamente, al cruzar aún no habían aparecido los síntomas. Hubiera sido la mar de divertido pasar una cuarentena en aquel trozo de terreno.

Las otras veces deportivamente nos fue bastante mejor, pero la experiencia no por conocida nos dejó indiferentes; como cuando el equipo regresó durante una Nochebuena.

El deporte profesional no siempre tiene el glamur que se le presupone y mucho menos en tiempos de pandemia.